jueves, 18 de enero de 2018

La compleja arquitectura del silencio

Yo ya no sé si soy un hombre, ni por qué sigo aquí. No recuerdo bien mi nombre y, desde que la conocí, escucho el eco de su voz, hay un reflejo extraño en el cristal. Me dejó sin corazón, me dejó sin esperanza...

Conforme pasan los años, más difícil es el silencio. No ese espacio insonoro -e insípido- de la ausencia de sonidos; la inflada sensación de que uno posee un cierto reinado sobre la cadencia acústica del entorno, y de que ha sido capaz de imponer el mutismo sobre él. No. El silencio real, profundo, ese que emerge desde el interior del individuo y es capaz de neutralizar todo estruendo circundante, convirtiendo el fragor de los días en una nada que resuena.

Ella evitaba las miradas y se sentó lejos de mí, preguntaba sin palabras, adivinó mi porvenir. Bajaba el tono de su voz, parecía una mujer normal. Después cambiaba de color y empezaba a desnudarse.

Con el marchar imparable de los días, nuestro silencio se va plagando de presencias; sin hacer apenas ruido, quienes un día nos habitaron recuperan una parte del espacio que les perteneció, poblando la escena con una multitudinaria masa de fragmentos de nuestra existencia. El silencio, entonces, se vuelve una trepidación, esa letanía insomne que nunca abandona la ciudad única; en ocasiones la condena para los seres de sueño ligero o discontinuo, otras muchas, la melodía capaz de articular un pensamiento más complejo e imparable que todos de los que es capaz la vigilia.



En una consecuencia lógica de la acumulación de experiencia, el marco inicialmente níveo de nuestra memoria se va taraceando de personas, situaciones, sentimientos, amores y ausencias, componiendo un mapa sentimental que tanto sirve para llenar de luz los días de bruma como para ensombrecer los soleados. Ya nunca más seremos ese inocencia desvalida del comienzo, el aterrador horizonte del todo por hacer; la mágica oportunidad de poder hacerlo todo. El cuerpo se nos habrá ido llenando de cicatrices, y en la cartografía densa de la piel podremos reconocer cada una de las etapas del viaje; los episodios de donde emergimos refulgentes, aquellos en los que algo nos desgarró la carne. Igualmente, el alma se nos presentará punteada por una filigrana de pequeños puntos luminosos, tanto más brillantes cuanto mayor sea la atención que se deposite en ellos; ese sendero de luz aproximará el recorrido de una vida y ofrecerá un silencio de compleja arquitectura, plagado de murmullos, denso, grumoso pero también feliz.

Me dijo ven aquí y muere, tú necesitas ser feliz. Soy el ángel de la muerte, y he pensado mucho en ti. Entonces quise escapar, despegarme de su cuerpo azul. Pero me dijo la verdad, y escapó por la ventana...


V

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