lunes, 23 de abril de 2018

Coleccionista

No quieras saberlo todo. Nadie soportaría un deslumbramiento así; hay demasiados datos en un desnudo para una pupila no acostumbrada a ellos, saturada por la superposición de planos e interpretaciones. No quieras saber tampoco si hubo alguien antes de ti: siempre, en toda situación o lugar, ha habido otro que te madrugó el turno y llegó primero; es así incluso en las experiencias debutantes, todas construidas sobre un anhelo tan pertinaz y temerario como para desgastar la superficie de lo aún inexistente, inconsciente en su utilización de lo que sólo es deseo.

Hubo un tiempo, quizás lo intuyas, en el que me dediqué a coleccionar. No sabría decirte con qué propósito, y tampoco hubo en su origen una afición determinante; empecé con la intención de combatir el aburrimiento, y se me hizo costumbre en la inercia de los hábitos. Podría concretarte con certeza mi primera colección -fue de botellas-, pero soy incapaz de cerrar la lista íntegra del resto; tampoco es grave, en cualquier caso, enumerar es un modo de convertir algo en nada. Coleccioné durante años y con un afán algo enfermizo; y un día dejé de coleccionar, a partir de un parteaguas al que se le puede dar una entidad individual, pese a que hacía tiempo que me había percatado de que acumular objetos me iba convirtiendo en algo menor, prescindible, almacenado o almacenable.

Tuve una etapa profundamente material: de las botellas me pasé a los sellos, y de ahí a las monedas; era todo tan obvio que se me podía trazar por anticipado. Así que decidí coleccionar lo que nadie más reunía: calcetines con agujeros, cacharros oxidados, muñecos rotos... debo reconocer que el encanto de la fealdad me sedujo; había en su historia inconclusa un desafío como individuo, el reto de desencriptar el enigma y sobrevivir a sus implicaciones.




Más tarde jugué a reunir momentos, experiencias, sensaciones o conatos de ellas, un ejercicio muy estimulante en la intensidad del minuto, pero insuficiente en el afán de perdurar: los sentimientos se vuelven objetos desleídos a una velocidad inaceptable. Confieso que hubo un momento en que me hastié de todo y barajé la idea de ser el más avezado de los coleccionistas: reunir ojos en lugar de miradas, dedos para sustituir a las caricias, y bocas que reemplazaran a los besos. Pero me faltó la valentía necesaria para ejecutar un plan tan ambicioso; lo justifiqué en mi aprensión por la sangre y corrí el turno, definitivamente inhabilitado, eso sí, para continuar en el coleccionismo.

Rendido a la evidencia del fracaso como coleccionista, hoy me conformo con ensimismarme en el reflejo absurdo de mis mentiras, reconstruyendo la extenuante constelación de las oportunidades falladas, tantas que el recuento público se convertiría en el retrato de una demolición. Dejémoslo estar, entonces, en una evolución vital, algo sin mayor valor o importancia, el movimiento lógico de quien hizo el camino desde una pléyade de potencialidades esperanzadoras hasta una realidad, digamos, decepcionante.

V

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